miércoles, 11 de diciembre de 2013

APARIENCIAS

    Quizá fuese el cansancio lo que no me permitió darme cuenta o valorar otras posibles soluciones, pero arrastraba, además de una maleta en cada mano, mochila a la espalda y dos bolsos entrecruzados, más de 24 horas de autobús. No es que la solución elegida fuese errónea, pero eso es lo que me vino a la cabeza en ese instante y lo que decidí hacer.
 
    El caso es que todo empezaba de forma diferente a como lo había pensado. Tenía un perfecto plan en mí cabeza, que incluso lo había imaginado. Era lo más lógico, sencillo. En cuanto llegara a Nantes, con el autobús, allí habría varios taxis para dirigirme a la residencia Casterneau, que es donde había reservado plaza, tenía el número de teléfono de los taxis de Nantes, por si en ese momento no había ninguno libre e incluso el nombre con la dirección de la residencia escrito en un papel con letras mayúsculas y en grande, no sea que el taxista no entendiera mi limitada pronunciación.

    Pero como ya he dicho, nada era como había imaginado. Ni estación, ni taxis, ni cabina cerca para llamar a uno de ellos y de haberla encontrado, tampoco podría haber hecho uso de ella ya que todas las cabinas funcionaban con tarjeta y yo no disponía de ninguna para poder llamar ni había ningún sitio abierto (malditos domingos) para poder adquirir una de ellas. Sí disponía de una bolsita con muchas monedas que me había dado mi madre precisamente para eso, para poder llamarla  por teléfono desde una cabina. Y es que nada sucedía como previamente había imaginado.

    No fue mala decisión observar la parada del tranvía y ver como hacia un lado subía mucha gente y hacia el otro nadie, así que tomé la dirección que tomaba más gente, suponiendo que un domingo a las 17:00 horas la gente va hacia el centro. Un par de paradas más adelante observé varios taxis juntos y en cuanto paró el tranvía, hacia allí me dirigí. Hasta en el sexo del taxista erró mi imaginación, no era un taxista, era una taxista. En lo que no fallé es en mi fluidez con el idioma: no entendía la dirección que le decía, así que saqué el papelito con el nombre de la calle escrito en mayúsculas y sonrió.

    El siguiente contratiempo tuvo lugar en la recepción, donde un argelino me atendió tan amablemente como si ya supiera que durante esos meses de estancia allí íbamos a ser tan amigos, y no había ni un sólo amigo suyo que me presentara sin que le contase la anécdota del día en que nos conocimos. Cómo se reía cada vez que recordaba que cada frase que me decía, yo le rogaba que por favor, la repitiera más lentamente y que cuando ya accedió a darme una habitación me insistió, para que quedase bien claro, que debía estar en esa puerta que me señalaba ( la oficina del director) a las 8 del día siguiente, puesto que él no estaba autorizado a entregar una habitación a nadie sin el permiso del director. Lo que no puede casi ni contar cuando lo recuerda debido a que la risa no le permite enlazar las frases, es cuando saqué de mi mochila un diccionario para asegurarme de que lo que iba a preguntar iba a ser entendido. Le señalé la palabra "ascensor" para poder subir aquel montón de maletas que venían conmigo a la tercera planta que es donde me asignó mi dormitorio. Me dijo que no había ascensor en la residencia, con una sonrisa en la boca que supuse que se convertiría en carcajada y motivo de mofa entre el resto de la gente que se hallaba a su lado cuando me di la vuelta y enfilé el camino de las escaleras.

    Fue la primera vez que me crucé con aquella chica con patines, alta, delgada, rubia,de piel muy blanca y ojos claros, que además de tener pinta de ser natural de allí, llevaba en los oídos unos auriculares cantando en voz alta una canción en francés.

    Ya en la habitación y tras ordenar un poco la ropa, siguieron los desmentidos a mi imaginación. En una residencia con más de 500 habitaciones, suponía que algún español habría. Pero...¿dónde? Necesitaba saber muchas cosas, el funcionamiento de la residencia, cómo llegar al día siguiente a la Facultad y lo más importante, adquirir una tarjeta para poder llamar por teléfono a mi familia y decirles que había llegado y estaba bien. Así que escribí en un papel: "por favor, ¿me puedes dar el número de habitación de más españoles?" Escrito, seguro que lo entendía, porque ya había quedado claro en nuestra anterior conversación que entender mi francés, no lo entendía. Eso hice y él, nuevamente muy amable, me dío alrededor de 15 números de habitaciones donde se alojaban españoles. Antes de dirigirme a esas habitaciones, volví a cruzarme con aquella chica en patines que debido a la fina lluvia que caía en esos momentos afuera, tan característica de la ciudad como el río Loira que recorre sus calles, decidió quedarse patinando por los pasillos de la residencia, mientras seguía escuchando su música.

    Me pasé toda la tarde yendo de habitación en habitación, tocando cada una de las puertas donde el recepcionista me había indicado que se alojaban españoles y me encontraba siempre lo mismo, no había nadie. Y en cada uno de esos viajes de arriba a abajo y vuelta a mi habitación para seguir deshaciendo la maleta, rara vez no me cruzaba con la chica de los patines. Estaba casi desesperado y dispuesto a reclamar al chico que me había dado mal los números de habitación, que me diera otros, pero me frenaba el hecho de que no me iba a entender y que no me iba a servir de nada. Poco después descubrí que no estaban mal los números, que esa tarde aburrida de domingo, habían decidido ir todos juntos al cine. Así que mi solución era insistir, antes o después, pasaría como había pensado, que al llegar a la residencia  habría más españoles con los que poder empezar a desenvolverme.

    Y fue en uno de esos viajes por las escaleras, cuando en la cocina de uno de los pasillos, escuché una conversación que entendía, porque en tantos viajes a lo largo de la tarde, no era el primer diálogo que escuchaba, pero ese era el primero que entendía, así que me aproximé más, lentamente, para asegurarme y que todo no fuera fruto de mi imaginación ni de mis ganas por oír a alguien que hablara la misma lengua que yo. Y cada vez los oía mejor...y cada vez más claro...y cada vez me aseguraba más. Y cuando ya estuve plenamente convencido, me decidí a entrar a la habitación. Entré yo acompañado de mi desesperación y eso fue lo que me hizo no saludar, ni presentarme ni ser educado. Allí me encontré a la chica de los patines, ya sin ellos y sin su música en los auriculares acompañada de su hermano Joel, un gran tipo al que le faltaba tiempo para ayudar en lo que necesitases. Casi les asusté con mi pregunta:"¡ ¿Sois españoles?!" El mundo se me cayó encima cuando recibí un no por respuesta. Tan sólo un segundo después, me vine arriba cuando Fany contestó: "Somos colombianos ¿Necesitas ayuda?".

    Se puede decir que a partir de ahí empecé a caminar en aquella maravillosa aventura. Con la convicción de que nunca más me dejaría llevar por las apariencias. Aquella chica no era francesa y me podría haber ayudado desde el primer momento en que la vi...

    Durante el año, bromeamos varias veces sobre aquel encuentro y siempre me intenté justificar diciendo que yo la oía con su música, cantando en francés y que por eso supuse que era francesa. Ella siempre me contestaba lo mismo: "cada uno, practica el idioma como quiere".  

1 comentario:

  1. Los españoles somos afortunados por tener la lengua Cervantina como materna, puesto que se habla también allá ultramar, pero aún así seguimos teniendo en la punta de la lengua eso de "¿Eres español?" Fueraparte de que no nos entre en la cabeza que una colombiana pueda ser rubia!!! En fin, abramos nuestras molleras, que ya va siendo hora ;-) Me ha gustado tu relato-reflexión.

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