Hacía pocos minutos que sonaba de fondo en la
vieja radio del Casino de las Escaleras, las voces de los niños de San
Ildefonso. Fue entonces cuando Rosario salió por fin de la cocina, en cuanto
tuvo tiempo de levantar a sus nietos, lavarlos, peinarlos y prepararles el
desayuno que, un día más, no acabaría del todo su nieta del mismo nombre, ya
que se le echaba la hora encima para coger el autobús y la leche seguía igual
de caliente… le gustaba calentar al máximo los vasos de leche que preparaba,
para combatir el frío que en esas fechas ya hacía en el pueblo…esa era la
excusa que ponía cuando le decía su nieta que por qué calentaba tanto la leche,
que luego no le daba tiempo a acabársela. Pero realmente era porque a ella le
gustaba así, ardiendo al máximo… porque en verano seguía haciéndolo y ya en esa
época no era necesario calentar tanto la leche para tener el cuerpo caliente…
Así que volvió a regañar a Rosario cuando la
vio salir corriendo hacia la parada del autobús que la llevaría al instituto. Tenía
prisa puesto que era el día que entregaban las notas y estaba ansiosa de ver
una vez más su magnífico expediente. El mismo que se repetía año tras año y que
la ha llevado a ser una excelente doctora.
Jacinto ya pudo empezar a preparar
todas las tareas que debía hacer durante la mañana y dejó de encargada de la
barra del bar a su esposa Rosario, que tras recoger todos los trastos que habían
dejado sus tres nietos en la cocina, le tocaba hacer cafés hasta que llegara
Jacinto. Este día no podría vivir el sorteo de Navidad como a él le gustaba,
poniendo sobre la mesa los números que había comprado y apuntando en un papel
que preparaba al lado todos los premios que se iban cantando.
Todo el mundo allí presente seguía el sorteo,
aunque de modo disimulado, como siempre, a nadie le gusta manifestar que vive
con esperanza e ilusión ese sorteo, para que luego la decepción no se haga tan
evidente. La rutina de las voces de
fondo la iba rompiendo cada cliente que iba pasando por el bar para tomar café.
Alguno contaba que la Navidad para él comenzaba después del sorteo, ya que si
le tocaba algo, la vivía de un modo distinto a como la iba a vivir si seguía
siendo igual de pobre.
Aquellas eran unas Navidades humildes, era
otra época, con menos medios, menos luces, menos ostentación, menos sabores de
turrones y polvorones… no existía el turrón sin azúcar. Pero se vivía con más
unión, más amor… sobre todo Rosario, que además de su cumpleaños, que era el 24
de Diciembre, lo que más ilusión le hacía era que reunía a toda la familia.
Por allí seguían desfilando los clientes y
Rosario no paraba de hacer cafés, tostadas, bocadillos… mientras cada uno
contaba sus anécdotas de cuando estuvo a punto de tocarle uno de los premios
gordos, o lo que acabarían diciendo todos en cuanto terminase el sorteo : “salud
que tengamos”. A Rosario le gustaba contar lo que haría si le tocase el premio
gordo. Siempre decía que no se podía imaginar cuánto era todo ese dinero junto,
así que con el décimo premiado, iría al banco y le diría al director: “Ponga encima de la mesa todo el dinero, que quiero ver cuánto es. Yo le prometo a
usted que no lo toco, que sólo quiero verlo encima de una mesa”.
Los premios iban saliendo y poco a poco se
apagaban los ánimos y las ilusiones de todos y eso hacía que el mal humor se
fuese apoderando de más de uno… eso y la voz de Don Obdulio, que como siempre
sobresalía de entre todas, era el típico charlatán que habla de todo, que sabe
de todo y que además, lo dice en voz alta para que el resto sepa todo lo que
sabe… cuando lo que él no sabía es que a todos les caía mal porque en realidad
no sabía de nada. Y pretendía ganarse el cariño de la gente invitando a todo el
mundo.
Ya hacía un par de semanas que Rosario había
advertido a Jacinto de que la cuenta de Don Obdulio iba subiendo y que no
pagaba nunca. Jacinto no encontraba el momento de decírselo, al fin y al cabo,
era un cliente y tampoco quería que se molestase por reclamarle el dinero. Pero
Rosario tenía más carácter y a pesar de su baja estatura no se achicaba ante
nada ni nadie, hacía lo posible y lo imposible por defender lo suyo…a los
suyos.
Así que
entre la rutina de los niños sonando en la radio de fondo, los premios que no
salían, las anécdotas que cada uno contaba, la gente que no paraba de entrar,
salir, pedir… y la voz de Don Obdulio sin dejar de meterse en los oídos de
Rosario, hacían que el mal humor aumentase y fue entonces cuando al ir a pagar
su almuerzo Juan el Herrero, Don Obdulio se anticipó gritándole desde el otro
lado de la barra a Rosario :”No Rosario, eso es mío”. Así es como le gustaba
avisar a todos los allí presentes que invitaba a alguien. Y a Rosario no le
quedó más remedio que gritarle para que la oyesen también todos y pudieran
compartir las risas que aliviasen el mal humor: “Eso, de quien es, es mío”
A Rosario Fernández, “la abuela pequeña”, por
tantas anécdotas…por su grandeza.